Aprovecha. Que el viaje en metro no sea en vano – quítate de encima un par de correos. Y en el ascensor, nada de mirar pensativamente las luces – responde esos mensajes que se acumulan en tu WhatsApp. ¿Esperar en el café donde has quedado viendo a la gente pasar? ¡Qué locura! Es el momento perfecto para enviar audios con comentarios laborales que olvidaste mencionar antes a tus colegas.
Esos son ejemplos actuales de lo que algunos llaman la “tiranía de la eficiencia”.El sistema se alimenta de actividad y la traduce en términos de producción o rentabilidad. El tiempo ya no necesariamente es oro – es una posibilidad de ponerse al día con las series de las que todo el mundo habla, de estar al tanto del último escándalo político o preparar ese proyecto nuevo en el que estás trabajando. Parece que no dedicarlo a algo comunitariamente útil o económicamente lucrativo hace que no merezca la pena.
EN CONTRA DE LA EFICIENCIA
Contra este discurso ya existen voces que proclaman la necesidad de frenarlo.
El objetivo es abandonar esa interminable lista de tareas y respirar: ser conscientes de nuestras limitaciones, de la imposibilidad de cumplir todos los deseos y dedicar tiempo a labores no remuneradas, como observar mariposas o tumbarse en la cama.
El periodista británico Oliver Burkeman es uno de los impulsores del movimiento. En su libro Cuatro mil semanas. Gestión del tiempo para mortales, reflexiona sobre la “trampa de la eficiencia” y cómo el ansia de tachar experiencias de una lista eclipsa su disfrute. El problema, arguye, es que nunca se tienen todas las satisfacciones cubiertas: cuando te planteas un objetivo y lo logras, vas inmediatamente por el siguiente. Según él, el capitalismo no permite que paremos a reflexionar. Y, por eso mismo, hay algo de subversivo en detenerse, hacer una pausa y reflexionar.
La escritora canadiense Joanna Pocock, por su parte, no ve lo productivo como negativo siempre y cuando consista en aportar algo al ecosistema, pero sospecha cuando significa consumir. Al capitalismo le gustaría que monetizáramos todo, desde nuestro tiempo y trabajo hasta nuestros recursos naturales. “Creo que estamos atrapados en la tiranía de la eficiencia hasta que alguien pueda monetizar la ineficiencia”, plantea.
LA LUCHA POR NO HACER NADA
Hasta los supuestos intervalos de descanso están “productivizados”, comenta el escritor Miguel Ángel Hernández. “Consumimos más publicidad que jamás en la historia (un anuncio cada 3 fotos en Instagram o cada 2 videos de YouTube, por ejemplo) y, al mismo tiempo, estamos generando información sobre nosotros, datos que son aprovechados y comercializados”.
El ocio, que la RAE define como “inacción o total omisión de la actividad”, ha mutado. Ya no proporciona ese tiempo libre del que cada uno era dueño, sino que se traduce en engullir contenidos o en padecer ansiedad. “Importa más la cantidad que la calidad con tal de ‘estar actualizado’”, resume Hernández.
Ni siquiera el coronavirus y sus confinamientos lograron sacarnos de este patrón. Al revés: con el teletrabajo, los límites horarios se han difuminado y contestar correos, mandar audios y teclear mensajes no es un acto reflejo – sino un gesto remunerado.
“La priorización de lo importante fue un espejismo de los peores días de la pandemia”, indica el escritor. “Llegamos a valorar una posible transformación, pero hemos vuelto al mismo lugar. Se nos olvida enseguida la catástrofe, nos acostumbramos demasiado rápido a todo”.
“Los estrechos límites de la libertad de movimiento y las exigencias de protegerse a uno mismo y a los demás [refiriéndose a las medidas sanitarias durante la pandemia] nos han privado de muchas actividades que nadie creía importantes, como tomar un café en una terraza o ir al teatro”, enfatiza el filósofo David Le Breton. “Comportamientos cotidianos que se consideraban banales se han tornado sagrados”.
Al final, en un mundo en que todo viene valorado por su productividad, nada cuesta más que hacer nada.
¿Vivimos una “dictadura de la eficiencia”?
Esos son ejemplos actuales de lo que algunos llaman la “tiranía de la eficiencia”. El sistema se alimenta de actividad y la traduce en términos de producción o rentabilidad. El tiempo ya no necesariamente es oro – es una posibilidad de ponerse al día con las series de las que todo el mundo habla, de estar al tanto del último escándalo político o preparar ese proyecto nuevo en el que estás trabajando. Parece que no dedicarlo a algo comunitariamente útil o económicamente lucrativo hace que no merezca la pena.
EN CONTRA DE LA EFICIENCIA
Contra este discurso ya existen voces que proclaman la necesidad de frenarlo.
El objetivo es abandonar esa interminable lista de tareas y respirar: ser conscientes de nuestras limitaciones, de la imposibilidad de cumplir todos los deseos y dedicar tiempo a labores no remuneradas, como observar mariposas o tumbarse en la cama.
El periodista británico Oliver Burkeman es uno de los impulsores del movimiento. En su libro Cuatro mil semanas. Gestión del tiempo para mortales, reflexiona sobre la “trampa de la eficiencia” y cómo el ansia de tachar experiencias de una lista eclipsa su disfrute. El problema, arguye, es que nunca se tienen todas las satisfacciones cubiertas: cuando te planteas un objetivo y lo logras, vas inmediatamente por el siguiente. Según él, el capitalismo no permite que paremos a reflexionar. Y, por eso mismo, hay algo de subversivo en detenerse, hacer una pausa y reflexionar.
La escritora canadiense Joanna Pocock, por su parte, no ve lo productivo como negativo siempre y cuando consista en aportar algo al ecosistema, pero sospecha cuando significa consumir. Al capitalismo le gustaría que monetizáramos todo, desde nuestro tiempo y trabajo hasta nuestros recursos naturales. “Creo que estamos atrapados en la tiranía de la eficiencia hasta que alguien pueda monetizar la ineficiencia”, plantea.
LA LUCHA POR NO HACER NADA
Hasta los supuestos intervalos de descanso están “productivizados”, comenta el escritor Miguel Ángel Hernández. “Consumimos más publicidad que jamás en la historia (un anuncio cada 3 fotos en Instagram o cada 2 videos de YouTube, por ejemplo) y, al mismo tiempo, estamos generando información sobre nosotros, datos que son aprovechados y comercializados”.
El ocio, que la RAE define como “inacción o total omisión de la actividad”, ha mutado. Ya no proporciona ese tiempo libre del que cada uno era dueño, sino que se traduce en engullir contenidos o en padecer ansiedad. “Importa más la cantidad que la calidad con tal de ‘estar actualizado’”, resume Hernández.
Ni siquiera el coronavirus y sus confinamientos lograron sacarnos de este patrón. Al revés: con el teletrabajo, los límites horarios se han difuminado y contestar correos, mandar audios y teclear mensajes no es un acto reflejo – sino un gesto remunerado.
“La priorización de lo importante fue un espejismo de los peores días de la pandemia”, indica el escritor. “Llegamos a valorar una posible transformación, pero hemos vuelto al mismo lugar. Se nos olvida enseguida la catástrofe, nos acostumbramos demasiado rápido a todo”.
“Los estrechos límites de la libertad de movimiento y las exigencias de protegerse a uno mismo y a los demás [refiriéndose a las medidas sanitarias durante la pandemia] nos han privado de muchas actividades que nadie creía importantes, como tomar un café en una terraza o ir al teatro”, enfatiza el filósofo David Le Breton. “Comportamientos cotidianos que se consideraban banales se han tornado sagrados”.
Al final, en un mundo en que todo viene valorado por su productividad, nada cuesta más que hacer nada.
Fuente: Espacio Mutuo
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