De seguro ya conoces la historia del famoso Caballo de Troya. Relata cómo los griegos, después de varios años intentando conquistar Troya, lograron su propósito construyendo de “regalo” para ellos un enorme caballo de manera, en cuyo interior se ocultaron sus soldados. Aprovechando la oscuridad de la noche, asaltaron la ciudad de sorpresa – y desde adentro.
Pues, nuestro gran enemigo el COVID-19 al parecer encontró un inesperado caballo de Troya que le ayuda en su lucha: nuestra grasa corporal.
UN CORONAVIRUS TROYANO
El SARS-CoV-2 entra en las células del organismo cuando una proteína de su envoltura, la llamada spike o proteína S viral, se une con la enzima convertidora de angiotensina tipo 2, molécula de la membrana de varios tipos de células humanas. En el fenotipo obeso, la expresión de estas moléculas de membrana en el tejido adiposo (la grasa) aumenta. Y eso convierte a la grasa en reservorio ideal del virus tras su entrada en el organismo, permaneciendo en el cuerpo de los pacientes con obesidad durante más tiempo.
Por si fuera poco, en modelos animales de obesidad se ha observado que la enzima convertidora de angiotensina tipo 2 también aumenta en las células pulmonares. Eso implica un mayor número de sitios de unión para el virus y favorece la entrada de partículas virales en el epitelio pulmonar. La intensidad de la infección aumenta, como también la respuesta local en los pulmones, principal lugar en el que se libra la batalla para evitar el desarrollo del COVID-19.
A esto hay que añadirle que las personas con obesidad presentan un estado inflamatorio crónico de bajo grado que activa una respuesta inmune local. Esto da lugar a una respuesta inmune deficiente que aumenta la susceptibilidad a las infecciones, entre ellas la producida por el SARS-CoV-2. Este déficit inmune, junto con la situación previa de inflamación, puede ampliar la conocida tormenta de citoquinas desencadenada tras la infección viral, produciendo un empeoramiento de los síntomas.
Por otro lado, el exceso de grasa abdominal de las personas con obesidad impide el correcto desplazamiento del diafragma durante la respiración, reduciendo la capacidad pulmonar y generando dificultades que predisponen al desarrollo de infecciones respiratorias.
De hecho, no es la primera vez que la obesidad se define como factor de riesgo en las infecciones causadas por virus respiratorios. En 2009, durante la pandemia causada por el virus influenza H1N1, la obesidad se asoció con un incremento en el riesgo de hospitalización e ingreso en la UCI tras la infección vírica.
UNA CIUDAD CON PROBLEMAS
Imaginemos el cuerpo de una persona con obesidad como una ciudad amurallada. La alta cantidad de tejido adiposo desregulado que contiene hace que, en condiciones normales, la ciudad sufra una obstrucción en las vías de suministro (por hipertensión, aterosclerosis o patologías cardiovasculares). Pero también dificultades con el suministro y la gestión de los alimentos (resistencia a la insulina y diabetes) y con la entrada de aire (por dificultades respiratorias).
El acceso esta ciudad, ya de por sí debilitada y enferma, sería relativamente fácil para un invasor como el virus del COVID, puesto que el tejido adiposo se comportaría como un caballo de Troya. Es decir, serviría de refugio al nuevo enemigo. Quien, dicho sea de paso, se encontraría con más puertas de entrada en la zona crítica de suministro de aire de la ciudad (el pulmón, en nuestro cuerpo).
El desastre sería absoluto. Sobre todo, porque cuando los soldados del ejército inmune de la ciudad tratasen de expulsar al enemigo, su respuesta deficitaria provocaría aún más daños “urbanos” como consecuencia de la tormenta de citoquinas.
En resumen, el exceso de grasa corporal no hace sino empeorar los síntomas de la infección por coronavirus e incrementar el riesgo de hospitalización y muerte.
¿HAY CIUDADES MEJORES QUE OTRAS?
Cuando la ciudad afectada por obesidad es de sexo masculino, la distribución del tejido adiposo a nivel visceral es mayor. Eso provoca un incremento de citoquinas proinflamatorias que conduce a una mayor activación de las células inmunes, lo que hace a los hombres presentar un mayor riesgo de desencadenamiento de la famosa tormenta de citoquinas responsable del empeoramiento y agravamiento de los síntomas de la COVID-19.
Con todo y con eso, parece que el efecto devastador de la enfermedad en el largo plazo es mayor cuando esa ciudad pertenece al sexo femenino. Ahora que ha pasado tiempo suficiente para ver las secuelas de la enfermedad, se ha podido comprobar que, dentro de los factores de riesgo de síndrome post COVID-19 , tener obesidad y ser mujer predispone a presentar COVID persistente.
Siguiendo con el símil, desde el inicio de la pandemia se ha observado que ciudades más envejecidas (mayores de 55 años) tendrían más riesgo de ser totalmente destruidas por la invasión (mayor mortalidad), incluso en caso de personas con peso normal. Sin embargo, ya desde el principio de la pandemia observamos que la “ciudad obesa” joven sufría igual los efectos que “ciudades de peso normal” de mayor edad.
Todo ello explica la mayor propensión de las personas con obesidad a desarrollar la infección por COVID con síntomas más graves y necesitar hospitalización, ventilación mecánica y cuidados intensivos. También explica por qué las personas con obesidad suelen requerir una hospitalización prolongada y tratamientos más intensos: tardan más tiempo en eliminar la presencia del virus. Más a largo plazo, la presencia de obesidad aumenta el riesgo de desarrollar secuelas crónicas de COVID-19.
Dicho todo esto, deberíamos reflexionar sobre la necesidad de realizar importantes esfuerzos, tanto a nivel personal como desde todos los estamentos implicados, para implementar todas las medidas que ayuden a paliar la actual epidemia de obesidad.
Agradecemos a los autores de este artículo, publicado originalmente en The Conversation.
Por qué acumular grasa corporal te hace más vulnerable frente al COVID-19
Pues, nuestro gran enemigo el COVID-19 al parecer encontró un inesperado caballo de Troya que le ayuda en su lucha: nuestra grasa corporal.
UN CORONAVIRUS TROYANO
El SARS-CoV-2 entra en las células del organismo cuando una proteína de su envoltura, la llamada spike o proteína S viral, se une con la enzima convertidora de angiotensina tipo 2, molécula de la membrana de varios tipos de células humanas. En el fenotipo obeso, la expresión de estas moléculas de membrana en el tejido adiposo (la grasa) aumenta. Y eso convierte a la grasa en reservorio ideal del virus tras su entrada en el organismo, permaneciendo en el cuerpo de los pacientes con obesidad durante más tiempo.
Por si fuera poco, en modelos animales de obesidad se ha observado que la enzima convertidora de angiotensina tipo 2 también aumenta en las células pulmonares. Eso implica un mayor número de sitios de unión para el virus y favorece la entrada de partículas virales en el epitelio pulmonar. La intensidad de la infección aumenta, como también la respuesta local en los pulmones, principal lugar en el que se libra la batalla para evitar el desarrollo del COVID-19.
A esto hay que añadirle que las personas con obesidad presentan un estado inflamatorio crónico de bajo grado que activa una respuesta inmune local. Esto da lugar a una respuesta inmune deficiente que aumenta la susceptibilidad a las infecciones, entre ellas la producida por el SARS-CoV-2. Este déficit inmune, junto con la situación previa de inflamación, puede ampliar la conocida tormenta de citoquinas desencadenada tras la infección viral, produciendo un empeoramiento de los síntomas.
Por otro lado, el exceso de grasa abdominal de las personas con obesidad impide el correcto desplazamiento del diafragma durante la respiración, reduciendo la capacidad pulmonar y generando dificultades que predisponen al desarrollo de infecciones respiratorias.
De hecho, no es la primera vez que la obesidad se define como factor de riesgo en las infecciones causadas por virus respiratorios. En 2009, durante la pandemia causada por el virus influenza H1N1, la obesidad se asoció con un incremento en el riesgo de hospitalización e ingreso en la UCI tras la infección vírica.
UNA CIUDAD CON PROBLEMAS
Imaginemos el cuerpo de una persona con obesidad como una ciudad amurallada. La alta cantidad de tejido adiposo desregulado que contiene hace que, en condiciones normales, la ciudad sufra una obstrucción en las vías de suministro (por hipertensión, aterosclerosis o patologías cardiovasculares). Pero también dificultades con el suministro y la gestión de los alimentos (resistencia a la insulina y diabetes) y con la entrada de aire (por dificultades respiratorias).
El acceso esta ciudad, ya de por sí debilitada y enferma, sería relativamente fácil para un invasor como el virus del COVID, puesto que el tejido adiposo se comportaría como un caballo de Troya. Es decir, serviría de refugio al nuevo enemigo. Quien, dicho sea de paso, se encontraría con más puertas de entrada en la zona crítica de suministro de aire de la ciudad (el pulmón, en nuestro cuerpo).
El desastre sería absoluto. Sobre todo, porque cuando los soldados del ejército inmune de la ciudad tratasen de expulsar al enemigo, su respuesta deficitaria provocaría aún más daños “urbanos” como consecuencia de la tormenta de citoquinas.
En resumen, el exceso de grasa corporal no hace sino empeorar los síntomas de la infección por coronavirus e incrementar el riesgo de hospitalización y muerte.
¿HAY CIUDADES MEJORES QUE OTRAS?
Cuando la ciudad afectada por obesidad es de sexo masculino, la distribución del tejido adiposo a nivel visceral es mayor. Eso provoca un incremento de citoquinas proinflamatorias que conduce a una mayor activación de las células inmunes, lo que hace a los hombres presentar un mayor riesgo de desencadenamiento de la famosa tormenta de citoquinas responsable del empeoramiento y agravamiento de los síntomas de la COVID-19.
Con todo y con eso, parece que el efecto devastador de la enfermedad en el largo plazo es mayor cuando esa ciudad pertenece al sexo femenino. Ahora que ha pasado tiempo suficiente para ver las secuelas de la enfermedad, se ha podido comprobar que, dentro de los factores de riesgo de síndrome post COVID-19 , tener obesidad y ser mujer predispone a presentar COVID persistente.
Siguiendo con el símil, desde el inicio de la pandemia se ha observado que ciudades más envejecidas (mayores de 55 años) tendrían más riesgo de ser totalmente destruidas por la invasión (mayor mortalidad), incluso en caso de personas con peso normal. Sin embargo, ya desde el principio de la pandemia observamos que la “ciudad obesa” joven sufría igual los efectos que “ciudades de peso normal” de mayor edad.
Todo ello explica la mayor propensión de las personas con obesidad a desarrollar la infección por COVID con síntomas más graves y necesitar hospitalización, ventilación mecánica y cuidados intensivos. También explica por qué las personas con obesidad suelen requerir una hospitalización prolongada y tratamientos más intensos: tardan más tiempo en eliminar la presencia del virus. Más a largo plazo, la presencia de obesidad aumenta el riesgo de desarrollar secuelas crónicas de COVID-19.
Dicho todo esto, deberíamos reflexionar sobre la necesidad de realizar importantes esfuerzos, tanto a nivel personal como desde todos los estamentos implicados, para implementar todas las medidas que ayuden a paliar la actual epidemia de obesidad.
Agradecemos a los autores de este artículo, publicado originalmente en The Conversation.
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